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Entrevista al poeta Ernesto Cardenal

El hombre que tengo frente a mí no mira a los ojos cuando habla, quizá porque a sus 87 años pone todo su empeño1 en no fallarle2 al recuerdo. Quizá, también, porque se siente más seguro en ese espacio etéreo3 donde reside Dios, con el que ha mantenido una íntima conversación de más de medio siglo… 

Managua (Nicaragua). Quizá porque este hombre es humilde, pero consecuente4, miró a los ojos de Juan Pablo II en la Nicaragua revolucionaria de 1983 (su imagen más recordada), cuando el poeta se arrodilló5 ante el papa en el aeropuerto de Managua, y este apartó su mano instándole a6 que pusiera en orden su vida. El pontífice7, difícilmente, iba a aceptar en sus filas8 a un cristiano marxista, sacerdote9 católico, guerrillero, teólogo de la liberación y ministro de cultura de un Gobierno rebelde. Y todo eso era entonces Ernesto Cardenal.

Recuerda el poeta nicaragüense que aquello lo sintió como un reproche, pero que en su vida religiosa está “acostumbrado a las humillaciones”; y a las renuncias. Las soportó todas por amor a Dios. Deserciones “que aún manan10 sangre”, como recuerda en uno de sus poemas. Las mujeres, la escritura, Nicaragua…, una a una fueron perdiendo su pulso11 ante lo divino, aunque, dice Cardenal, “Dios quita pero da y, siendo justos, yo he ganado más de lo que me ha quitado”.

No sabemos si humillado, pero sí “harto”12, se encontraba Cardenal por no haber recibido ni un solo premio después de escribir una veintena de libros de poesía “contándolo todo”. El primer reconocimiento internacional llegó a sus 84 años con el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda y, cuando eso parecía suficiente, Cardenal recibió una llamada telefónica de la Casa Real Española a principios de mayo. Le comunicaron la obtención del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana: el reconocimiento definitivo a la obra del poeta nicaragüense. “En mi caso llegó tarde, pero llegó”.

Autor de libros tan influyentes como Canto cósmico, Oración por Marilyn Monroe y Canto a un país que nace, Ernesto Cardenal recibe a Punto y Coma en sus oficinas del Centro Nicaragüense de Escritores, en un barrio pudiente13 de Managua, en un país de poetas, sentado en una silla de cuero blanco y convencido de que todo se olvida y de que “ya está todo escrito”. 

UN POETA DE DIOS

El sacerdote que revolucionó al Vaticano sigue siendo conservador con su imagen: barba y pelo cano14 por encima de las orejas, jeans, guayabera15 blanca y su inseparable boina16 campesina17, más española que nicaragüense, pero campesina al fin. Su oficina está pintada de un blanco inmaculado, sin cuadros ni fotografías, como si hubiera reservado para Dios y la escritura cada rincón de la memoria. 

Son las once de la mañana. Sobre el pupitre18 hay un maletín que todavía no ha abierto y tres garzas19 esculpidas por él. El poeta nicaragüense no dice ni una sola palabra hasta que la grabadora20 se pone en marcha21. Entonces se pone de perfil, como una pintura egipcia, e inicia una confesión de 30 minutos: “Hace como unos dos años me dieron el Pablo Neruda. Cuando lo recibí en el Palacio de la Moneda dije que, hasta entonces, me había hartado de ser el poeta menos premiado de la lengua castellana… No es que esté recibiendo premios con frecuencia, ni mucho menos22… Fue una sorpresa muy agradable cuando me dieron la noticia”.

El candidato al Nobel de Literatura (2005) tiene una vida de costumbres austeras que comienzan a las tres o cuatro de la madrugada, cuando se despierta, y continúan en su oficina del Centro de Escritores, protegido del calor de Managua, donde medita, lee o escribe. Todo eso, dice Cardenal, se pierde con los años, “la fugacidad23 del tiempo, el paso del tiempo”, esa dictadura severa y primera, que todo lo acaba, menos su devoción. “Si volviera a ser joven me entregaría de nuevo a Dios, pero antes, y no bastante tarde, cuando lo hice”.

Porque, de todos los oficios de Cardenal, hay uno inquebrantable24: su consagración a lo divino. Fue a los 32 años cuando renunció definitivamente a los placeres terrenales de una familia próspera en la Nicaragua de mediados de siglo. Formado en los jesuitas, Cardenal se  preguntaba, constantemente, si eran señales de Dios eso de perder a una novia detrás de otra, por desamor o por despecho25.

En su última oportunidad para el matrimonio, escribe Cardenal en Vida perdida, “ella” desapareció de su vida, y “él” lo entendió como una señal urgente. Dejó atrás, con la memoria triste, a los compañeros muertos en la revolución fallida de abril del 59, para internarse26 en el monasterio trapense27 de Getsemaní, en Kentucky, donde “estaba limitado hasta el lenguaje con señas”. Sin mujeres, sin los lagos de Nicaragua y, por momentos, sin su escritura. Y, a pesar de todo, nada fue necesario.

“Fueron los años más felices de mi vida. Un día de luna de miel con Dios, un matrimonio con Dios. Era por amor que yo estaba fuera de todo lo que había sido mi vida. Tuve que salir de allí por problemas de salud, por la vida dura y difícil del monasterio. Mi mentor, el poeta místico Thomas Merton, decía que aquella luna de miel se acababa y que aquello no era para mí. Pero, en ese momento, fue un gran golpe28 que me hizo llorar”. 

ENTRE DIOS Y MARX

Cardenal se esfuerza por mantener en orden sus ideas. Ríe poco, y cuando lo hace muestra una risa paternal, sincera. Y lo que más despierta su sonrisa es el recuerdo de su encuentro (o desencuentro) con Juan Pablo II durante la visita papal a Nicaragua en 1983. Cardenal no responde a la pregunta de a quién representa el Vaticano, pero tiene claro a quién no: “Ciertamente, no representa al Evangelio, ni en los dichos ni en los hechos”.

¿Volvería a arrodillarse ante el papa? “Por qué no. En mi juventud, cuando llegaba el obispo a mi casa, mi papá se arrodillaba ante él para besarle el anillo. Yo hice lo mismo, pero él me retiró la mano, no dejó que la besara y yo lo sentí como un reproche que me hacía, una grosería29. Luego leí que él siempre evitaba que le besaran el anillo, no era algo contra mí, lo cual es algo admirable”. 

Cardenal estaba en el centro de la historia, la de las guerrillas centroamericanas, la de los curas que se hacían marxistas, la de las cruzadas30 nacionales para alfabetizar31 campesinos; en la Nicaragua de los altares, que visitó el papa, y en la revolución de los pobres que Ernesto defendió en las calles. “Para muchos, y para mí también, la revolución más bella que ha habido”, recuerda Cardenal. Después vino la injerencia32 de Estados Unidos, su “guerra terrible” y el embargo que acabó con el sueño. 

“El último Gobierno es una dictadura, y mejor no hablar de ella, porque además no podemos hablar, no hay libertad para ello” Ernesto Cardenal

Pero, sobre todo, Cardenal recuerda la corrupción de los líderes rebeldes que apagaron cualquier llama revolucionaria. A la pregunta sobre lo que queda de la memoria de los muertos en el actual Gobierno nicaragüense, Ernesto Cardenal responde con su frase más contundente33: “El último Gobierno es una dictadura, y mejor no hablar de ella, porque además no podemos hablar, no hay libertad para ello”. Le sigue el silencio más largo. 

Cardenal renunció al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 1994, uniéndose así a otras voces disidentes como las de Sergio Ramírez o Gioconda Belli. Cardenal no acepta lo de disidente, él, dice, es un revolucionario de la única revolución posible: la de los pobres. En esa clasificación no entraba el actual presidente de Nicaragua y líder del FSLN, Daniel Ortega.

“Es una dictadura familiar, de él, su mujer y sus hijos. Yo soy un perseguido político y he tenido un juicio34 que me condenó a la cárcel. La ley no permite que una persona con más de 70 años esté en la cárcel, y yo ya tenía más de 80. Me condenó un juez “danielista”, incondicional de Daniel Ortega. Tenemos un sistema judicial que depende de Daniel Ortega, de manera que estamos indefensos, de manera que no sé qué va a pasar conmigo”.

ESCRIBIR ES VIVIR

Cardenal ha firmado cerca de 40 títulos, entre libros de poemas, biografías, ensayos35… De todos ellos, hay uno del que siente un especial orgullo: El Evangelio de Solentiname, un libro escrito mano a mano con los campesinos de esta isla del lago Cocibolca, al sur del país, donde Cardenal fundó su propia comunidad y sentó las bases36 de su teología libertaria. “Ellos, los campesinos, nos decían unas revelaciones  inesperadas, como de teólogos, sin haber tenido ninguna formación religiosa, simplemente porque era un mensaje (el de Dios) para los pobres y, por tanto, era para ellos”.

Cardenal estudió literatura en México en la década de los cuarenta, donde coincidió con Augusto Monterroso, Lolita Castro o Rosario Castellanos, entre otras personalidades de los círculos literarios mexicanos. Continuó sus estudios en la Universidad de Columbia, donde recibió la influencia de poetas norteamericanos como Walt Whitman y, sobre todo, Ezra Pound, que le mostró el camino a seguir. “Una poesía que no es lírica sino más bien épica, narrativa, que trata de todo y aborda37 todos los temas. La gran lección38 es esta: que en la poesía cabe39 todo igual que en la prosa. No hay cosas, pues, que son prosaicas, temas poéticos o prosaicos. Todo lo que se pueda escribir en prosa se puede escribir también en poemas. Esto define también mi obra”.

Ernesto Cardenal es un revolucionario de la única revolución posible: la de los pobres

¿Llegan más voces en el silencio? “En mi caso, sí. Yo amo mucho el silencio”. A sus 87 años, Cardenal pasa más tiempo leyendo que escribiendo, algo que ya solo hace “cuando tengo algo que decir”. Y lo último que ha dicho es un poema de 20 páginas titulado El origen de las especies, “un poema sobre la gran diversidad que hay en nuestro planeta”. 

Cardenal cita40 a Bernard Shaw en sus notas biográficas de Vida perdida: “La juventud debería ser para los viejos porque solo uno estando viejo sabría aprovechar la juventud”. Entonces, lo citó para recordar sus errores juveniles en el amor, su ingenuidad, su orgullo. La renuncia a las mujeres, a Nicaragua, a la Revolución quedaron en su memoria dispuestas a41 ser olvidadas. Pero, detrás de todos esos recuerdos que esperan extinguirse, hay una última confesión: ¿Ha encontrado lo que buscaba en Dios? “He encontrado todo”. Palabra de un poeta que resiste.
 

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