desde nivel B2 / política y sociedad / reportaje / Por Susana Santolaria
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En un tiempo las mujeres fueron diosas de ciudades, pero no tenían derecho a ser ciudadanas1, reinaron como vírgenes en iglesias gobernadas por hombres y dirigieron hogares y empresas, pero no les estaba permitido votar. Hasta que un día comenzaron a poner sobre el papel todo aquello que les daba derecho a ser ciudadanas, a seguir los dictados2 de su propia alma y a decidir quiénes gobernaban en sus ciudades.
Corría el año 1848 cuando dos mujeres, Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton, organizaron la primera Convención para el Derecho de las Mujeres, en Seneca Falls (EE. UU.). De aquella reunión surgió3 un documento, al que llamaron Declaración de Sentimientos, en el que denunciaban las restricciones que la ley imponía a las mujeres. Entre ellas, no poder votar, ni presentarse a elecciones, ni ocupar cargos públicos o asistir a reuniones políticas. El escrito establecía tres fundamentos4 para lograr la igualdad real entre sexos: educación no discriminatoria, participación en la esfera pública e igualdad ante la ley.
Siguiendo las líneas trazadas por la convención de Seneca Falls, la pensadora Harriet Taylor Mill escribió en 1851 el ensayo5 La emancipación de la mujer, en el que reivindicaba los derechos de la mujer por encima de supuestas diferencias naturales y prejuicios6 culturales. No era la primera vez que las mujeres protestaban por la negación de sus derechos y los ponían sobre el papel. Un siglo antes, la dramaturga y pensadora francesa Olympe de Gouges proponía que “la mujer que tiene el derecho de subir al cadalso7 debe tener también el de subir a la tribuna”. Bajo esta premisa redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, que no era otra cosa que una copia de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. En ella matizaba8 algo que los revolucionarios franceses se habían dejado en el tintero9: la igualdad de derechos para ambos sexos.
Por su parte, Mary Wollstonecraft publicaba en Inglaterra, en 1792, el libro titulado Vindicación de los derechos de la mujer, en el que pedía al Estado que emprendiera10 reformas en las leyes, el matrimonio y la educación. Con un sistema de enseñanza igualitaria, pensaba Mary, las mujeres podrían demostrar su capacidad para realizar las mismas tareas que el hombre, cosa que echaría por tierra11 el prejuicio de que su función social debía limitarse al cuidado del hogar. Y estaba en lo cierto12, pues un siglo más tarde la Revolución Industrial, que llevó a la mujer al trabajo remunerado13, propició14 una sucesión de cambios en cadena que ya no tendría marcha atrás.
No lo tuvieron fácil las primeras revolucionarias cuando se enfrentaron a prejuicios grabados a fuego15 en la mente colectiva durante siglos. Pero poco a poco, al tiempo que los países iban evolucionando, las reivindicaciones de estas mujeres fueron convirtiéndose en ley.
Sin embargo, en los países con falta de libertades, las mujeres han encontrado dificultades para acceder a las universidades, y a empleos bien remunerados y estables. Esto ha impedido su presencia en las decisiones jurídicas16, políticas, económicas y sociales que esos países necesitan para evolucionar.
De hecho, hoy podría decirse que el nivel de desarrollo de un país o de una cultura puede medirse por la posición que ocupa y el trato17 que recibe su población femenina.
En todo el planeta es creciente la participación de mujeres en puestos de alta responsabilidad política, social y económica. Esto es un avance, aunque algunas veces sea más teórico que práctico y varíe enormemente de una sociedad a otra. Por poner un ejemplo, en Europa la diferencia de salarios entre hombres y mujeres, en el mismo puesto de trabajo, es de un 20%. Esta brecha18 salarial tiene que ver también con la discriminación a la hora de acceder a puestos de responsabilidad y al hecho de que las profesiones mayoritariamente ejercidas19 por mujeres son las peor pagadas.
Suecia es el país que ha logrado una mayor igualdad en el campo laboral. ¿Cómo lo ha conseguido? Siguiendo el argumento que planteaban20 las primeras revolucionarias, los suecos decidieron reformar drásticamente sus libros de texto, la educación de los padres, las políticas de impuestos y la legislación relativa al matrimonio y al divorcio, como punto de partida para fomentar la igualdad de la mujer en el mercado laboral. Además de prestar atención a las necesidades específicas de las madres trabajadoras, con programas de ayuda y asesoría para aquellas que se reincorporan al mercado de trabajo tras un periodo de maternidad.
En la actualidad, alrededor de una veintena de mujeres ocupan posiciones de poder político en el mundo, desde las reinas Isabel II de Inglaterra, Beatriz de Holanda y Margarita II de Dinamarca, hasta la canciller alemana Angela Merkel, pasando por la primera ministra croata Jadranka Kosor, la brasileña Dilma Rousseff, la argentina Cristina Kirchner y la presidenta de Liberia Ellen Johnson Sirleaf, entre otras. Pero esta presencia femenina no garantiza la plena igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres en la práctica. Porque, para que esto ocurra, toda la sociedad tiene que estar involucrada en el proceso, independientemente de quien gobierne. Como dice un proverbio africano, “para educar a un niño hace falta un pueblo entero”.
A pesar de todo lo que se ha conseguido, aún queda mucho por hacer; la revolución no habrá logrado su cometido21 mientras continúe habiendo en el mundo hábitos que llevan a la pérdida del respeto por la mujer como ser humano, entre ellos, la mutilación genital femenina (135 millones de mujeres y niñas la sufren en el mundo), la violación22 (una de cada tres mujeres ha sido golpeada, coaccionada sexualmente o ha sufrido otro tipo de abuso en su vida) y la prostitución (cuatro millones de personas la ejercen).
*Reportaje publicado en la revista ELE Punto y Coma