desde nivel B2 / viajes / Por José Ángel Gonzalo
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ANTIGUA, LA CIUDAD DONDE EL TIEMPO SE DETUVO (GUATEMALA)
Nos atrevemos a decir que nunca antes un nombre ha representado con tanta exactitud una realidad. Antigua recoge en sus escasas1 siete letras todo el carácter de esta ciudad, un enclave2 que resume a la perfección la historia colonial de todo el continente latinoamericano.
Nada más llegar, sus calles de adoquines4 reciben al viajero y le avisan de que está a punto de atravesar una puerta en el tiempo. Construida en 1543, Santiago de los Caballeros de Antigua, nombre original de la ciudad, fue la capital del reino de Guatemala, que se extendía por gran parte de América Central. De aquel pasado tan glorioso permanecen la estructura urbana y los numerosos ejemplos arquitectónicos que embellecen5 cada rincón de la ciudad. Por ello llegó a ser reconocida por la UNESCO como ciudad Patrimonio de la Humanidad en 1979.
Rodeada de tres volcanes, que ofrecen un entorno casi cinematográfico, la ciudad se extiende alrededor de su Parque Central, flanqueado6 por los edificios más importantes: la Catedral de Santiago, el Palacio del Ayuntamiento y el Palacio de los Capitanes, ejemplo de la típica organización colonial impuesta7 por los españoles. Formado por varias fuentes y frondosa8 vegetación, es el lugar perfecto para una primera aproximación.
Si nos alejamos de este parque por la 5ª Av. Norte, nos dirigimos hacia el que es, tal vez, el lugar más conocido de Antigua: el Arco de Santa Catalina, construido en 1613 y coronado9 por un reloj francés del siglo XIX. Esta construcción permitía el paso de las monjas de clausura10 de un lugar a otro del convento sin tener que salir a la calle. Hoy, con el volcán Agua como fondo, es sin duda una de las imágenes más famosas de todo el país. No se conoce a ningún turista que se haya resistido a inmortalizarlo en una foto.
Si seguimos nuestro paseo por la misma calle, podremos observar la magnificencia de la iglesia y el convento de Nuestra señora de la Merced, comenzado en 1548, aunque reconstruido en numerosas ocasiones debido a varios terremotos. Su fachada11, ricamente decorada, no es su único atractivo. Su interior guarda un magnífico patio donde se sitúa la que está considerada como la mayor fuente de toda América Latina, de 27 metros de diámetro y forma de nenúfar12, el símbolo de poder de los señores mayas.
Además, es posible visitar la parte superior del convento, desde donde se puede tener una panorámica de toda Antigua.
EN LOS ALREDEDORES
Una experiencia única, inolvidable y, desde luego, irrepetible es la subida al volcán Pacaya. Muchas veces en la vida, uno sueña con poder ver lava, pero lo que menos imagina uno es que podría llegar a tocarla; o casi. El Pacaya, actualmente en erupción, se encuentra a 25 km al sudeste de Antigua y posee una altura de 2.552 metros; pero no hay que asustarse: no es necesaria una espléndida forma física para “escalarlo”. Además, durante el ascenso se ofrece continuamente un curioso servicio de “taxi”: numerosos caballos suben a aquél que no aguante13 el camino.
La aventura comienza desde el pie del volcán. Numerosos niños reciben al turista con la intención de venderle bastones14 y linternas, dos cosas muy útiles, para facilitar el ascenso. El camino se disfruta desde el primer momento: la abundante vegetación va dejando paso a15 un paisaje más desolado16 y lunar, compuesto por lava solidificada de erupciones pasadas.
Además del espectacular paisaje, la excursión cuenta con banda sonora original: de forma continua se escuchan ruidosos17 “disparos18” que pueden asustar a cualquiera e invitarle a dar marcha atrás19, hasta que el guía explica que son los gases que el propio volcán expulsa lo que provoca los ruidos. Un pequeño detalle: hay que ser prevenido20 y llevar agua y algo de comida. Los más atrevidos21 podrán incluso llevar su propia carne para asar. Sí, tras una parte final por caminos escarpados22, uno llega a cumplir el sueño que nunca hubiera imaginado: estar tan cerca de la lava de un volcán que podría tocarla con la mano; aunque las consecuencias serían fatales, claro.
A pesar de que la falta de medidas de seguridad es total, uno no piensa en eso, sino que queda fascinado por ese río continuo de lava que se despeña23 ladera24 abajo. Es difícil de creer lo que se está viendo, pero más difícil es explicar la sensación que se experimenta. Sin embargo, este redactor fue arrancado25 del estado de levitación cuando un italiano le ofreció un poco de salchicha que acaba de cocinar al calor de la lava.
No lejos de Antigua, a tres horas de viaje en autobús, se encuentra una de las maravillas naturales más destacables26 de Guatemala. Conocido por sus aguas cristalinas, el lago de Atitlán es una joya que aún no ha sido descubierta por el turismo de masas, si bien no tardará en hacerlo. Rodeado por volcanes y con una longitud de 18 km de este a oeste y 8 km de norte a sur, es para algunos una verdadera reconciliación con su paz interior. Para poder visitar los pueblos que rodean sus aguas es necesario viajar en bote, junto a la población local, lo que otorga27 una oportunidad única para establecer relaciones con los guatemaltecos. Cada vez más europeos y estadounidenses se dirigen a este magnífico lugar a desconectar de las preocupaciones de la rutina occidental y, por eso, han proliferado28 en sus orillas numerosos centros de yoga y de retiro. De hecho, una amplia comunidad hippy se instaló29 hace años aquí buscando las “buenas vibraciones” del lugar. Un único problema: es muy fácil enamorarse de este lugar y, de hecho, numerosos turistas acaban abandonando sus antiguas vidas y se establecen30 aquí de forma definitiva.
Son muchos más los rincones que esconde Antigua y sus alrededores, pero para descubrir toda la riqueza de este enclave guatemalteco, lo mejor que uno puede hacer es abandonarse, guiarse por la intuición y perderse entre sus numerosas ruinas, sus incontables iglesias, sus edificios históricos y sus hoteles con encanto.
Dicen que aquí se detuvo el tiempo, pero por desgracia no es cierto: cuando uno menos se lo espera, ya debe abandonar Antigua.
* Texto publicado en el número 25 de la revista Punto y Coma